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El pasado domingo, como siempre que tengo ocasión (y las circunstancias lo permiten), tenía decidido salir a hacer una ruta en mountain bike, una pasión que he descubierto hace relativamente poco pero que me ayuda a desconectar además de hacer deporte al aire libre.
Motivación
Me levanté temprano. Hacía un día estupendo. Sol, buena temperatura, y mucha, mucha motivación por salir. Había quedado con un amigo a unos pocos kilómetros de mi casa para subir un puerto cercano. Mis sensaciones al montar en la bici, inmejorables. Con las primeras pedaladas ya podía intuir que iba a ser una buena ruta. Así que emprendí camino. Para llegar al lugar de la cita, apenas tenía que recorrer 5 o 6 kilómetros, aunque muy al principio (en el km 2) tenía que subir una cuesta de esas que te queman las piernas, pero no me preocupaba, ¡estaba a tope de motivación!
Inicié la cuesta con fuerza, de pie sobre la bici, decidido a subirla como si llaneara. A mitad de la subida sentí que me fallaban las fuerzas… no podía ser, “acabo de empezar”, pensé, así que apreté los dientes e incrementé el ritmo. Llegué al final de la subida, sí, pero… tuve que bajarme de la bici. Una extraña sensación de cansancio, cierto mareo y flojedad de piernas… uff. Me senté en el suelo, tomé todo el aire que pude y sí, quedó en un susto, me recuperé, pero sentía que había perdido las fuerzas. Las famosas “pájaras” de los ciclistas. Tuve que llamar a mi amigo y dejar la ruta para mejor ocasión. Que fastidio.
Frustración
Y ahí llegó la frase: “No te preocupes, hoy tienes un mal día.” (algo que había oído declarar a más de un ciclista profesional cuando no tiene un buen resultado en una etapa, así que me valió de “excusa”).
Reflexión
Una vez en casa, me puse a pensar. ¿Realmente había sido sólo un mal día? Y empecé a echar la vista atrás: La última vez que salí en bici fue hace más de un mes y en este periodo de tiempo, no he hecho nada de deporte (la excusa, el trabajo, como no). Además, la noche antes de la “no ruta” estuve de cena con la familia y los amigos (que bueno estaba el chuletón con patatas que nos comimos, ¡y el postre ni te cuento!). Y por si fuera poco, al planificar la ruta, había decidido diseñar un recorrido de pocos kilómetros pero exigente (¿acorde a mi preparación?… qué más da, yo puedo), y con la subida más dura nada más empezar, sin tiempo ni a calentar, ¡toma ya!
No hay que ser muy agudo para ver que no tenía la preparación adecuada las semanas previas, ni cuidé mi alimentación ni mis horas de descanso la noche antes, y por supuesto, mi “hoja de ruta” y mis expectativas sobre ella eran completamente desajustadas con respecto a mis posibilidades reales de ejecución.
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¿Realmente había tenido un mal día? Obviamente, la respuesta es no. Ni estaba entrenado, ni me había preparado, ni tenía bien definidos los objetivos. Vamos, tenía todos los números para “tener un mal día”.
¿Te suena esta situación? Muchas veces achacamos un “mal día” a causas que no dependen de nosotros, pero si hacemos un análisis un poco más profundo (y honesto con nosotros mismos), nos damos cuenta de que no hemos hecho un buen trabajo previo. ¿Hemos preparado bien esa entrevista de trabajo tan importante para nosotros? ¿Hemos estudiado lo suficiente esa oposición que ansiamos tanto aprobar? ¿Hemos definido correctamente la estrategia y las acciones a realizar para tener éxito en ese proyecto clave para nuestra empresa? Y, si la respuesta es no… ¿Qué cosas vas a hacer para hacerlo mejor la próxima vez?
Conclusión
Yo aprendí la lección y ya tengo mi plan de acción para que la próxima ruta, que será dentro de pocas semanas, pueda disfrutarla como esperaba hacerlo con la del pasado domingo. Desde luego, en lo que de mí dependa, no quiero volver a oir “hoy tienes un mal día”.